Artículo publicado originalmente en el número 1 de La Marea del 21 de Diciembre del 2012.

De hecho, la prerrogativa de gracia es una de las tres normas que no se pueden modificar vía Iniciativa Legislativa Popular (ILP), junto a las leyes orgánicas y las tributarias o internacionales. Herencia de la monarquía absoluta, el poder de indulto del jefe de estado se mantuvo apenas inalterable hasta la II República, que trasladó ese poder al Tribunal Supremo con una apostilla en alusión, sobre todo, a la pena de muerte: “En los delitos de extrema gravedad, podrá indultar el presidente de la república”.

Tras la Guerra Civil y con la llegada de la dictadura franquista, la ley de 1870 recuperó su vigencia con un plus para defender que el poder era uno, indivisible: se suprimía la necesidad de que el consejo de estado elaborara un informe previo. La Constitución de 1978 mantuvo la vigencia de esa norma del siglo XIX, pero heredó de la Segunda República la prohibición de conceder indultos generales. Así, el ejercicio del derecho de gracia corresponde al rey pero, como en la aprobación de decretos y leyes, es un mero formalismo que se traduce en su sello y firma. La decisión la toma el Gobierno en Consejo de Ministros.

Una de las pocas modificaciones que ha sufrido la ley se produjo en 1988 cuando, además de sustituir términos caducos por otros más actuales, se modificó la obligación de publicar un “decreto motivado” que justificase la decisión por, simplemente, un real decreto sin más. Hasta entonces, en los decretos de indulto se informaba de la opinión del tribunal sentenciador. Ahora, simplemente se informa que el ministro, dice, la ha tenido en cuenta.

Con casi siglo y medio de vida, la norma se ha perpetuado, casi inalterable, hasta nuestros días. Y seguirá así, si atendemos a los augurios de José Luís González Armengol, portavoz de la asociación de jueces Francisco de Vitoria: “El poder político, da igual el partido que gobierne, nunca va a ser partidario de derogar la ley del indulto porque es una de sus armas”.

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